Este fin de semana he tenido el privilegio de participar de un evento el cual encierra un propósito mucho mayor de lo que en apariencia muestra.
Un grupo de mujeres que fue variando entre 23 y 25 su número, nos invitó a un grupo reducido de hombres (6) a compartir un encuentro muy especial.
Las citadas mujeres reunidas bajo las directrices de una Sacerdotisa de Ávalon se adentraron durante cuatro días en un bosque de hayas centenarias. La idea era reencontrarse con La Madre y con su propia feminidad (espero estar en lo cierto). La última noche fuimos convocados, esos 6 hombres, a pasarla en un campamento cercano pero separado del grupo femenino a cierta distancia. El propósito del encuentro era que esos hombres fuéramos bautizados, con nuestro cuerpo desnudo, el domingo por la mañana, bajo un ritual dirigido por todas las sacerdotisas convocadas. Lo pretendido era recibir la bendición de La Madre, a modo de bautismo, en una de las cascadas de agua pura nacida de las montañas.
Había suma ilusión por ambas partes. Las chicas estaban entusiasmadas (haciendo honor a la verdad, no todas) y habían dedicado mucho tiempo y esperanzas en preparar el ritual con el que la Madre nos regalaría un acercamiento entre Mujeres y Hombres. Por nuestra parte, algunos hombres, donde me incluyo, teníamos puesta toda nuestra atención en sanar las heridas que tanto nos hacen temer a ese universo desconocido pero fascinante el cual es el femenino. Otros quizá, no tuvieran tanta atención en semejante oportunidad pero si al menos guardaban una actitud de respeto.
Llegamos al lugar de la cita el sábado por la tarde. Tres sacerdotisas salieron del bosque a nuestro encuentro y nos invitaron a desnudarnos para bañarnos bajo una cascada de agua helada como un acto de purificación antes de adentrarnos en las entrañas del hayedo.
Tras montar el campamento base de los chicos, las tres sacerdotisas nos invitaron a seguirlas hasta la “Abuela”, un haya llena de fuerza y amor que casi te hace desfallecer por su majestuosidad. (Confieso que se me humedecen los ojos en este instante al recordarlo). El resto de las sacerdotisas nos aguardaban bajo su sombra en círculo, reservando un lugar de honor en el centro del mismo donde fuimos colocados los 6 hombres. Ninguna de ellas nos miró a los ojos, en lugar de ello, nos miraban al corazón. En un momento dado mire a mi pareja que se encontraba entre ellas y por un instante me inquietó que no hubiera un gesto cómplice entre nosotros. Simplemente estaba a lo que tenía que estar, concentrarse en el corazón de todos nosotros.
Y en ese momento, la magia rayo lo sublime. Dos sacerdotisas representantes del elemento aire, nos limpiaron el aura con incienso. Otras dos, representantes del elemento agua, nos ungieron con ella bajo el amparo de unas velas encendidas. Y por último dos sacerdotisas del elemento tierra nos donaron unas semillas, unos palos y unas piedras. Se nos pidió que caváramos un hueco en la tierra con los palos y las piedras para plantar las semillas. Recuerdo que los seis al unísono, escarbamos un agujero en un instante y poco a poco fuimos colocando todas las semillas juntas, como si se tratara de esperma engendrando a la Madre para crear un nuevo mundo de armonía, respeto y reconocimiento entre tod@s nosotro@s.
Nos dieron las gracias con solemne entrega y se nos acompañó hasta un puente de trocos donde se nos indicó que por favor no lo traspasáramos como muestra de respeto del recinto donde se habían acomodado las mujeres.
La noche prácticamente se nos echó encima, poco más que acomodarnos, cenar algo e irnos a dormir. Se nos había colocado junto a una cascada con la intención de ablandar nuestras emociones y estar más receptivos ante lo que estábamos viviendo. Yo instale mi saco tan cerca del agua que tuve que plantar dos ramas en el suelo y parapetarme de la humedad con una toalla. Por demás se nos había dado una simple indicación: “escuchar el ruido del agua cayendo e intentar traspasar ese sonido dejando que la Madre nos hablara”.
Dormí muy poco, hacia frio, había una humedad terrible, el suelo era muy incómodo, así que apenas pude conciliar el sueño.
Se nos había pedido que por favor estuviéramos listos a las once de la mañana para acudir al bautizo. Esa hora tan tardía era un acto de compasión hacia nosotros pues no puedes imaginarte lo fría que está el agua a esas alturas de la montaña a lo que habría que sumar la temperatura ambiente.
Cuál fue mi sorpresa cuando a las 9:15 mientras recogía mi saco una de las sacerdotisas se plantó a mi lado. Me asuste pues no la oí llegar. Lo primero que le dije fue “Pero si nos dijisteis a las 11, yo aún no estoy listo” y ella en una actitud inmutable me dijo “¿Qué has estado haciendo esta noche?”
“Escuchar a la cascada” fue mi respuesta, confieso que con cierto susto interno. De repente, otra sacerdotisa a la cual tampoco escuché apareció por mi derecha y me dijo “Entonces, tú serás bautizado”.
Luego nos reunieron a los seis y pude comprobar que había una tercera mujer presente a la cual llamaban “La abuela”.
Y fue cuando el cielo se oscureció. “No habéis respetado lo que se os pidió. No habéis permanecido en silencio. Por lo tanto no se va a proceder a la ceremonia”
Todos nos quedamos embobados. Primeramente reaccionó uno de nosotros con cierto gesto de brusquedad retirándose del grupo yendo a recoger el saco de dormir y diciendo cosas como: “que de qué iba todo este juego, que alucinaba, que menuda tontería…” un gesto que ellas interpretaron como una falta de respeto; yo, como un modo de ahogar un dolor.
Por un instante, a decir verdad, tan solo un segundo y medio, me sentí como un niño al que le estaba regañando, una vez más, mamá. “No te has portado bien y te castigo por ello”. Pero algo en mi interior me hizo reaccionar y darme cuenta de que había algo que aún no terminaba de entender pero que encerraba un aprendizaje mucho mayor. Así que lo primero que vino a mi mente y mi corazón fue que no necesitaba de la aprobación de ninguna mujer y por ende, de ningún hombre y mucho menos de que alguien, en este caso una mujer me dijera de qué era digno y de qué no, o de si estaba o no preparado. Para eso estaba ahí mi corazón, para decirme él si mi actitud era digna o no, pues en él residen tanto La Madre como El Padre y son ellos quienes han de decidir tales cosas.
Uno a uno nos preguntaron por qué queríamos ser bautizados. Cuando me llegó el turno respondí que porque quería recibir el perdón de la Madre por haberle dado la espalda durante tanto tiempo. En función de nuestras respuestas se reafirmaron en la decisión inicial. Sólo dos de nosotros seriamos bautizados.
Los dos “elegidos” dijimos que o todos o ninguno y entonces nos dieron como respuesta que respetaban nuestra decisión. “Ninguno, entonces”.
Pedimos explicaciones y solo se nos dijo que no habíamos respetado el silencio.
Una respuesta que se nos antojó bastante escueta y ese fue el comienzo de la gran revuelta sanadora.
Ellas decepcionadas por tantas ilusiones rotas y nosotros desconcertados por en realidad desconocer la naturaleza de sus explicaciones. ¿Silencio? Bueno, hablamos durante la cena, pero en un tono muy comedido…. ¿Se referían a una actitud de devoción ante lo que íbamos a vivir?… ¿se referían al silencio de mantener el parloteo mental acallado?… o quizá ¿a una simple actitud de atención en el sonido del bosque?…. ¿Se pensarían que atravesamos las fronteras del viejo puente de madera?…. Nos encontrábamos completamente perdidos, me atrevería a decir que como niños asustados pero con el cabreo de hombres adultos que estaban cayendo en el juego, una vez más, de “a estas mujeres no hay quien las entienda, qué se vayan a freír monas todas juntas”.
Me aparté del grupo y me quedé en silencio ante la cascada.
Algo nos estábamos perdiendo. Algo mucho más grande que el Hombre o la Mujer o que todos juntos estaba por encima de todo eso y se nos estaba escurriendo entre los dedos. Me negaba a caer en el victimismo y la derrota. Analicé cada una de las cosas que había hecho durante la noche. Era cierto que había caído muchas veces en el parloteo mental tonto y sin sentido que muchas veces se apodera de nosotros… en algunas ocasiones había logrado trascender el ruido del rio y escuchar más allá, me había levantado una sola vez a orinar y un incontable número de veces a recolocarme el saco de dormir y la manta térmica, pero no lograba encontrar ningún motivo que me llevara pensar que podía haber faltado el respeto a las mujeres. Además: ¿en qué se habían basado para determinar que dos de nosotros si éramos dignos de recibir el bautismo? Esto era lo que más me retorcía en el desconcierto.
Habíamos recibido muy pocas explicaciones y pensé que estábamos perdiendo una ocasión de oro de mantener un diálogo sincero y abierto entre ellas y nosotros. Eso me lleno de dolor y de una profunda tristeza. Lo que en un principio se antojaba como un encuentro y un acercamiento entre hombres y mujeres estaba terminando en una situación que parecía alejarnos aún más. Ellas se reafirmaban en la creencia de que el hombre no respeta a la mujer y nosotros en la creencia de que no hay quien las entienda. Mi corazón se negaba a navegar por esas aguas. Salí de mi silencio e invité a todos mis compañeros a sentarnos y hablar de cómo nos sentíamos pero les pedía un favor, que mantuviéramos al margen todo comentario que pudiera culpabilizar a las mujeres; les pedí que simplemente hablarán de lo que estaban sintiendo en su interior. Absolutamente todos abrimos nuestro corazón y el nivel de sinceridad que se alcanzó abrió las puertas de la fraternidad. La compasión se apoderó de todos nosotros y yo sentí un profundo amor hacia cada uno de ellos y hacia mí mismo. Lo cual me invitó a confirmar mis sospechas de que algo muy grande estaba ocurriendo; mi corazón me estaba diciendo que las mujeres estaban sufriendo al mismo nivel que nosotros. Estaba convencido de que su desconcierto, su desilusión y su dolor eran de la misma naturaleza e intensidad que el nuestro. Esta certeza aun acrecentó más mi tristeza, pues la falta de comunicación entre nosotros estaba abriendo un abismo que nos alejaba más a pesar de estar sufriendo del mismo modo.
En ese momento decidimos irnos a otro lugar sin traspasar el puente de madera en un acto de respeto a ellas, a pesar de que ya éramos hombres libres con derecho de pasear a nuestro antojo por el bosque. De haberlo hecho habría sido un modo de “echar más leña al fuego”.
El encuentro de mujeres terminó después de la comida del domingo. Los hombres habíamos esperado a nuestras parejas, pues casi todos teníamos a la nuestra en el grupo, en el bar del pueblo. Había una calma tensa y mucha expectativa por parte de los hombres ante el reencuentro con ellas. No se habló gran cosa de lo ocurrido.
No sería hasta bien entrada la tarde, tras tomar unos refrescos, que un pequeño grupo de mujeres asistentes al evento y tres de nosotros provocamos la conversación pendiente. Curiosamente se dio en medio de un puente romano que unía las dos orillas de un río acaudalado. Era una maravillosa metáfora que nos invitaba a dejar atrás un mundo y cruzar a otro nuevo.
Por fin se estaba dando el encuentro, ambas partes abrimos nuestro corazón y nos decíamos lo que tenía que ser dicho. Mujeres y hombres habíamos estado asustados, desconcertados, perdidos y sin saber qué hacer.
Sólo ocurría una cosa; faltaba la CONFIANZA entre nosotros. La desconfianza nos adentra en el juicio y nos pone a la defensiva impidiendo entrar en nuestro corazón el dolor del otro limitándonos a culpabilizarle del nuestro propio. La desconfianza nos hace olvidar que el otro está tan asustado y desconcertado como tú y que su torpeza de acción no es mayor que la tuya. Las mujeres pidieron de todo corazón disculpas por su falta de explicaciones. Simplemente habían sentido que no era el momento que había aún algo pendiente de madurar. La Madre se lo había dicho en meditación. Por mi parte, yo sin llegar a verbalizarlo, también les pedí disculpas por mi desconcierto.
En medio de aquél puente milenario nos fundimos en un sincero abrazo.
Como estudiante del Ho´oponopono sé que todo es un reflejo de nuestro interior y por tanto era consciente de que aquella desconfianza entre hombres y mujeres no era más que mi propia desconfianza interna entre mi lado femenino y mi lado masculino. Mis emociones se aterran ante mi lógica y mi lógica se aterra ante mis emociones. Mi intuición se estaba confirmando, La Madre nos estaba regalando una gran lección, por fin un grupo de hombres y de mujeres se estaban sincerando (supongo y espero que no fuera la primera vez). Si aquella mañana de domingo se hubiese llegado a llevar a cabo tan bello ritual como era el de ser bautizado por mujeres en medio de la naturaleza, todo habría quedado en apariencia, en algo bonito, casi que en teatro, pero la gran lección se habría quedado en el olvido. La Madre nos llevó al abismo en las emociones y de la falta de entendimiento; nos metió en un caos necesario para reestructurar un nuevo encuentro, una nueva oportunidad de conciliación y entrega mutua. Sé que queda mucho camino por recorrer, sé que quedan muchas cosas por decirnos, pero los primeros pasos están dados. Hubo dolor, mucho dolor, pero La Diosa estuvo presente en todo momento procurándonos un entendimiento y una apertura de corazón bajo su eterno e inconmensurable amor.
Es por todo ello que hoy, a unas horas de esta gran aventura, siento un profundo amor y una grandísima gratitud hacia La Madre, pues en su abrumadora sabiduría nos ha tendido una mano y nos ha abierto los portales del reconocimiento mutuo entre lo femenino y lo masculino tanto por medio de los arquetipos externos del hombre y la mujer, como de los internos residentes en el corazón de cada uno de nosotros.
Me siento privilegiado de haber sido parte activa de todo esto.
He sido un poco escueto contando todo esto. Faltan un montón de destalles muy significativos, de sentimientos que expresar, de pensamientos encontrados que compartir, de idas y venidas emocionales, un sinfín de cosas que contar. Hay algo mucho más profundo que intuyo, incluso sé, pero que necesito madurar mucho más en mi interior. Supongo que lo compartiré con tod@s vosotro@s cuando termine de escribir la tercera parte de “Los peluches de Dios” pues la Diosa está de vuelta y es mi intención honrarla. En realidad nunca se fue, pero si es ahora cuando nos está recordando que siempre cuidó de nosotros y es una de mis ilusiones compartir esta “buena nueva”.
Con todo mi amor y gratitud. Fran Ortega.
P.D.
Todo está en nuestro interior y hemos de ser responsables a la hora de decidir qué hacer con nuestros sentimientos. Por ello puse todo mi empeño en mantener mi centro en lo posible y no rendirme al juicio de lo que pasaba, sobre todo de saber que solo mi corazón es quien ha de decirme si estoy listo o no para tomar mayores responsabilidades. Eso para mí tuvo su recompensa, y es que salí de aquél bosque lleno de gratitud. No creo que se trate de si somos o no dignos de nada, simplemente de comprender que el mismo dolor y el mismo miedo que sentimos tod@s bien puede unirnos o bien puede separarnos más, y no solo con las personas que nos rodean, sino también con nosotros mismos. Creo que esa ha de ser la lección a tener en cuenta cada vez que se produzca un «enfrentamiento» (no encuentro la palabra adecuada) bien sea hombre-mujer o mujer-mujer, hombre-hombre o uno mism@ con umo mis@. Al menos eso es lo que siento. No obstante aun siendo hombre o mujer somos Dios-Diosa Padre-Madre, pero mucho me temo que esto es motivo para un debate posterior. Miremos más allá pues considero que es momento de abrir los ojos y asumir la responsabilidad de reconocernos como tal. Es más, me pregunto que hubiese ocurrido si me hubiese atrevido a cruzar el puente de madera sintiendo a La Madre que hay en mí, qué Yo Soy. ¿Habría faltado el respeto a algo? Con amor de Madre-Padre y mucho más que Yo Soy.
Ante la Divinidad tod@s somos DIGN@S.
Gracias. Fran